Alcarrás
Carla Simón
España 2022
Resulta curioso que uno de los datos que más se menciona al hilo del estreno de la película Alcarrás, segundo largo de la cineasta Carla Simón, sea el efímero hecho de que se hayan abierto más de cuarenta salas de cine, que estaban inactivas, en las localidades de Lleida y Tarragona, con el fin de visionar la película ambientada en diversas localidades de la primera de ellas.
Malhadadamente, España no cuenta con políticas de protección del cine autóctono, como sí las hay en Francia desde hace décadas con la existencia de Unifrance, asociación para la promoción del cine y del audiovisual francés a nivel internacional, auspiciada por el CNC, centro nacional del cine y de la imagen animada o, de organizaciones como German Films en Alemania, o la Giornata Mondiale del Cinema Italiano, nacidas a semejanza de la primera.
Alcarrás arranca con una grúa levantando un coche desvencijado en mitad de unas tierras de cultivo, particular campo de juegos de unos niños, que presencian, sin saberlo, los albores de un cambio de tercio que dará al traste con el modus vivendi de sus familias: la agricultura al modo tradicional.
A lo largo de la película los espectadores serán testigos de cómo este hecho afectará a las cuatro generaciones de una familia y los diferentes modos de encarar la tragedia: desde aquellos que buscan aferrarse a su modo de vida ancestral hasta los que deciden que deben buscar otra alternativa más rentable para sacar partido a las tierras.
Inteligentemente, el filme se aleja de maniqueísmos fácilmente desmontables para mostrar, con innegable tino de orfebrería en el guion, firmado por la propia Simón y Arnau Vilaró, diferentes capas que se van desenvolviendo en un hilo de intriga que desvela otras tantas historias: desde el pasado del abuelo hasta los anhelos de los adolescentes o la obstinación del padre. Protagonistas de sus propios pequeños dramas e inmersos en una historia de decisiones políticas, sociales y coyunturales que los fagocitan, los actores naturales abren, como si fueran ostras, las valvas de sus conchas mostrando en pequeñas escenas cotidianas, miniaturas vitales, la prístina pureza de las nacaradas perlas de sus personalidades.
Carla Simón explica su decisión de contar con este elenco, ya que, habitante ella misma de la comarca de La Garrotxa en Girona, sabe que un actor difícilmente sabría cómo cortar un melocotón de un árbol. Lo milagroso del asunto es que ha logrado ensamblar una familia creíble haciendo que el grupo de agricultores acudiera por turnos a una masía durante varios meses y, recreara las escenas, en función del tiempo libre que les dejaban sus tareas del campo. La iluminación, particularmente complicada, que juega con el calor achicharrante del sol y la penumbra, así como las músicas tradicionales elegidas, serán elementos que contribuirán a que una innegable melancolía, cuyo contrapunto serán dos acertados bofetones de la madre a dos miembros de la familia, se adueñe de cada rincón. Una luz vespertina que agoniza, ejemplifica el crepúsculo de un mundo: el del campo, el del código de la palabra dada, que se extingue a ojos vistas.
Serán de nuevo los niños los que demostrarán, con un pragmatismo del que los adultos carecen, que es posible encontrar una solución a su Arcadia desaparecida, cosa que los mayores son incapaces de hacer en todo el metraje de la película.
Y es que, además, el acierto de la directora es demostrar que en esta fábula no hay una sola tesis, aunque sí un maltrecho hatajo de perdedores cuya grandeza estriba en contemplar perplejos como al final, de nuevo la grúa impertérrita, se deleita morosa en el arranque de cuajo de los frutales. Esperemos arrancar del ámbito de lo inexorable, no solo la situación del campo, sino la de las salas de cine varadas en los surcos del barbecho de la indiferencia.