Historia de un matrimonio: Con el amor nunca alcanza (3)

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¡Ay las parejas! Esos agregados misteriosos que se adentran en el siglo XXI intentando mantener su esencia sin perder el touch individualista del neoliberalismo posmoderno. Esos imposibles intentos por mantenerlo todo igual pero a la vez que todo cambie en pos de no volverse rutina y aburrimiento. Esos monolitos de la sagrada familia judeocristiana que el heteropatriarcado dominante se encarga de ensalzar cada San Valentín, cada Black Friday, cada día de la madre, etc., etc. Esas fuentes inagotables de películas de ayer hoy y siempre.

Parte de la saga sobre relaciones familiares que viene llevando a la pantalla grande Noah Baumbach desde The Squid and the Whale (2005) y While We’re Young (2014) y The Meyerowitz Stories (2017), llega Marriage Story, unas dos horas y media de vericuetos sobre cómo un matrimonio que parecía perfecto se desintegra por los aires y que además muestra cómo cada uno de sus miembros saca lo peor de su carácter con el único objetivo de herir al otro en todo el proceso. El hijo de ambos  sufre las consecuencias del tironeo constante de sus progenitores, copia fiel del hijo de Kramer vs. Kramer (Benton, 1979) o de los hijos que Baumbach retrata complicadísimos tras el divorcio de sus padres en The Squid and the Whale.

Contada con monólogos largos entre los que se destacan los de los abogados y los miembros de la pareja, Marriage story retrata la historia de dos artistas neoyorkinos que entre tablas de teatro y películas de Hollywood ya no son más el uno para el otro. En el camino, Baumbach se encarga de meter la típica discusión costa este/costa oeste norteamericana y deslumbra con un elenco entre los que Alan Alda, Laura Dern y Ray Liotta brillan mientras que Adam Driver grita y pega puñetazos a las paredes y Scarlett Johansson se encarga de mostrar que puede volver a actuar “en serio” después de su incursión en el universo Marvel.

A la postre, mucho de lo que cuenta esta peli viene a reciclar el sub género “Divorcios” pero sin nada que la vuelva especialmente memorable. Suenan de fondo las canciones de musicales de Brodway para hacerla parecer un clásico, pero se extrañan las locuras de La guerra de los Rose (De vito, 1999) o los juegos de tiempo y espacio de Blue Valentine (Cianfrance, 2010) o la poesía de Eternal Sunshine of the Spotless Mind (Gondry, 2004). Como toda película de diálogos, las líneas son buenas, pero las innovaciones en la temática de los parlamentos, nulas.

Siguiendo el tópico, el cómico Louis C.K. tiene un monólogo famoso en Youtube donde insta a la gente a divorciarse: señala que desde que lo hizo nunca se ha llevado mejor con la que fuera su esposa, que nunca ha sido mejor padre en su vida y que no se arrepintió jamás de haberse divorciado. Entre risas incluso recomienda a los solteros de su audiencia casarse para poder llegar a ese cénit, el divorcio, que se hace, dice, más fuerte cada día. “Nadie lucha contra su divorcio, nadie dice que su divorcio se está haciendo pedazos”, señala y con esas líneas devela un misterio inexpugnable: el divorcio es la única fase definitiva de la historia de un matrimonio.

Siguiendo a Louis, así como todos los amantes creen que están inventando algo cada vez que se enamoran, todos los divorciados creen que están rompiendo algo cada vez que llegan a un juzgado. Nada menos cierto y nada menos original que un divorcio en 2019. Pero a juzgar por la insistencia de Baumbach en el asunto, pareciera que algún trauma infantil se le cuela en sus películas, ya que ¡voila! sus padres se han divorciado durante su adolescencia. Con Marriage Story parece seguir intentando entenderlos, casi treinta años más tarde, con su Brooklyn natal de fondo y todo. A Freud (y a Netflix) le gusta esto.

Fourteen: Con el amor nunca alcanza (2)

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Todos tenemos o hemos tenido a ese amigo o amiga que siempre está peor que nosotros, que siempre tiene más problemas que nosotros, que siempre parece necesitarnos sin mediar excusa verosímil u hora de la madrugada. Todos tenemos o hemos tenido esas relaciones extra familiares donde pareciera que el amor es la excusa para el abuso o que el mero hecho de haber sido amigos “tanto tiempo” sirviera para sostener cualquier tipo de daño o agresión porque  “ya somos como de la familia”. Con los amigos, esas “familias elegidas” que vienen a reemplazar muchos vínculos tradicionales (hermanos, padres) todo está permitido, incluso lo impensado. Pero a veces, a veces no alcanza.

En estas aguas entre la dependencia emocional y la incapacidad de la ayuda al otro navega Fourteen, la sexta película de Dan Salitt, que cuenta la historia de dos amigas de la adolescencia que, con el tiempo van distanciándose hasta lo imposible, incluso a pesar de los intentos de ambas de sostenerse en sus roles de víctima-muro de los lamentos a través de los años.

Según la sinopsis, la peli va de que la joven Jo se vuelve cada vez más disfuncional mientras su amiga Mara, de carácter más estable, desarrolla su vida mientras contempla el inexorable proceso. Y ahí el quid de la cuestión, en el que Salitt deja un mensaje más bien pesimista y oscuro, aunque la película parezca más un canto a la amistad incluso al punto de llegar al síndrome de Estocolmo más rancio: el proceso de deterioro de Jo es inexorable porque no depende ni de Mara ni de nadie, por más cariño que exista entre ellas. Y es que en definitiva, el amor nunca alcanza, el amor no va a ayudar a la enferma psiquiátrica porque lo que la enferma psiquiátrica necesita es otra cosa, que nunca se termina de entender bien qué es, etc. etc. En palabras de Almódovar en Dolor y Gloria: “El amor no basta para salvar a la persona que amas”.

Por dudoso que parezca que Salitt haya copypasteado esta idea del director español, la noción de la futilidad del amor en términos de enfermedades psiquiátricas (en caso de Dolor y Gloria es la adicción a la heroína y en caso de Fourteen la depresión clínica) sobrevuela todo el film, haciendo estallar en pedazos cualquier expectativa de happy ending al final, con el suicidio de la depresiva y el llanto de la no depresiva sobre su cadáver. Vista desde ese momentum dramático, se percibe en toda la película un tufillo en resignación nihilista y a la vez una necesidad imperiosa de que alguien ponga negro sobre blanco en la relación tóxica que une a estas dos antes de que ese final se vuelva absolutamente inevitable.

Con una estética naturalista y cercana al mumblecore americano, donde los diálogos son todo y más aún los silencios entre las protagonistas parecen responder a los sobre entendidos que se construyen con los años, Salitt redondea una película perturbadora, siguiendo la saga de The Unspeakable Act (2012) en la que se adentra en el melodrama del incesto. En este caso el melodrama viene no solo de la muerte de una de las protagonistas sino de la incapacidad de ambas de quererse sin construir un tándem victima/victimario en el que se basa su relación.

Con todo, Fourteen recuerda por momentos a Boyhood (Linklater, 2014) en su narrar el inexpugnable paso del tiempo de manera muy natural pero por más realismo que exude hace extrañar filmes en los que la amistad tome un tono más épico o menos derrotista, incluso con la muerte de una de las protagonistas al final. Sin llegar al tópico de Thelma y Louise (Scott, 1991), muchas películas en el camino logran retratar ese vínculo con menos abuso y más compañerismo.

Fin de siglo: Con el amor nunca alcanza (1)

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Ganadora del último Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, la opera prima del diseñador Lucio Castro, argentino residente en Nueva York, abrió el Festival de Cine LGBTI+ de Madrid este año.  Cuenta la historia de dos hombres que se conocen a través de una app de citas en Barcelona pero que en realidad ya se habían conocido 20 años antes en la misma ciudad.

Admirador de Rohmer y consiente de que su película le es heredera, Castro comentó en una entrevista que lo que intentó fue retratar “Cómo se vive el amor a los 20 años y cómo cambia eso a los 40”, explicando tras su propia experiencia en el tema que ambas subjetividades son disímiles y pueden incluso eclosionar en su comparación. Con este objetivo Castro pone a sus personajes en tres situaciones diferentes: cuando se conocen circa 1999, cuando se reencuentran luego a través de la app y cuando finalmente han formado una familia juntos, pero lo hace de una manera que impide al espectador saber a ciencia cierta cuál es el verdadero encuentro y cuál la fantasía de los personajes.  

Aunque en la forma Fin de siglo recurre a elipsis y saltos en el tiempo que podrían invocar a Memento (Nolan, 2001) o El efecto mariposa (Bress y Gruber, 2001) la trama mantiene un continuum que recuerda a la famosa trilogía Before de Richard Linklater, solo que no deja claro nunca cuál de las tres realidades paralelas con las que juega es realmente la existente.  

Y he ahí el acierto de la película: jugar a dos bandas entre lo que realmente existe y lo que podría ser sueño, imaginación o fantasía. Para eso Castro recurre a dos estrategias simultáneas: por un lado se escapa de la estructura de flashback tradicional al no caracterizar distinto a sus personajes con 20 años más o menos y por otro lado lleva la historia a un fastforward inesperado, en la que la naturalidad se mezcla con la abulia de una pareja tras 20 años juntos. ¿Qué es verdad? ¿Qué está realmente sucediendo? Imposible descifrarlo.

Sin embargo, hurgando un poco más entre el qué y el cómo se expresan estas ideas en la película vemos que Castro logra que la historia de sus personajes siga hacia adelante mientras juega con esa sensación que generalmente aborda a los amantes en su primer encuentro romántico de “conocerse de otra vida”. La frase es dicha exactamente así por Ocho, interpretado por Juan Barberini (“Siento que te conozco de antes”) y deja al descubierto el engaño: lo que pensábamos que era una crónica del amor líquido tecno-posmoderno  pasa a ser un manifiesto del amor más conservador (que reproduce sin asco el “Ment-to-be” más hollywoodense de todos). Para colmo, los personajes terminan casados con hijos, siendo felices y comiendo perdices. ¿Qué más se puede pedir de una historia romántica? Spoiler alert: Nada más, gracias.

Arriesgada tanto en relación a las escenas de sexo explícito como en el abordaje formal que usa para contar, Fin de siglo se ganó el mote de “la película gay del año” según Indiewire, lo que conspira para que sea abordada como una expresión del paso del tiempo en las relaciones, mucho, mucho más allá de la orientación sexual de quienes las componen. Sin embargo, ver a dos hombres en pantalla sosteniendo un vínculo de más de 20 años también puede servir para romper algunas normas preestablecidas de lo que se supone que son las relaciones homosexuales en el siglo XXI, atravesadas de prejuicios y generalizaciones, casi siempre errados.